jueves, 25 de noviembre de 2010

La subasta del billete de diez dólares

Uno de los principales campos de aplicación de la teoría de juegos ha sido el diseño de procedimientos de subasta. Quizá el ejemplo paradigmático sea el de la subasta del espectro de telecomunicaciones de tercera generación (3G) de Inglaterra en el año 2000, dirigida por el economista Ken Binmore, y que logró recaudar la friolera de 22.000 millones de libras. Aunque no todas sean tan excepcionales, en la vida diaria nos enfrentamos a multitud de subastas. Salvando las distancias, constantemente pujamos por lograr la aprobación de nuestros amigos, convencer de nuestro punto de vista en una discusión o conseguir reconocimiento en nuestro trabajo. Obviamente, no todas las subastas son iguales. Ni las reglas, ni los jugadores, ni las recompensas pueden equipararse en muchos casos. Estas circunstancias, y sus consecuencias, son las que se analizan a través de las herramientas que proporciona la teoría de juegos.  

La subasta más tradicional es la inglesa, en la que los postores conocen las ofertas de su competencia y pueden modificar la suya mientras la subasta esté abierta. Al final de la subasta, gana el postor que haya realizado la puja más alta. No obstante, en esta entrada quisiera exponer una subasta más particular, que coloquialmente se conoce como la subasta del billete de diez dólares (en la que el objeto subastado es, cómo no, un billete de diez dólares). Las reglas son sencillas. Primero, la puja más alta será la ganadora al cerrarse la subasta. Segundo, la segunda puja más alta no recibe nada pero tampoco se recupera. ¿Qué podemos esperar que hagan los jugadores? Supongamos que se subasta un billete de 10$ siguiendo el procedimiento de subasta inglesa. Ciertamente, podemos esperar que los jugadores incrementen sus ofertas hasta el preciso momento en el que se alcanza la cifra de 10$. Llegado ese punto el ganador realmente se queda como estaba (paga diez dólares por un billete del mismo valor); además, ningún otro jugador querrá realizar ninguna puja adicional (pues cualquier cifra superior supondría pérdidas).

Ahora bien, ¿sucede lo mismo si seguimos las reglas particulares que hemos descrito? Imaginemos la situación. En principio, los jugadores realizarán alternativamente pujas más altas hasta el momento en el que la última puja se realice por valor de 10$. Hasta aquí los acontecimientos son idénticos a los de la subasta inglesa. Sin embargo, si la subasta se cerrase en este momento, el jugador que hubiese realizado la puja más alta sería el ganador (con ganancias nulas); pero por otra parte, el jugador que hubiese realizado la segunda puja más alta, por ejemplo 9$, se vería obligado a pagar dicha cantidad sin recibir nada a cambio (con lo que tendría unas pérdidas de 9$). ¿Cuál será la actuación más lógica del segundo jugador? Seguir pujando, por ejemplo, con 11$. ¿Por qué? Si lo hace, entonces el segundo jugador habría realizado la puja más alta, luego sería el ganador. Se vería obligado a pagar 11$ por el billete de 10$, con lo que en realidad perdería 1$, pero esta pérdida es inferior a la que tendría si se queda en segundo lugar (que eran 9$). Ahora el primer jugador se encuentra en la misma tesitura ante la que el segundo se encontraba antes: su mejor opción es seguir pujando, por ejemplo 12$ (sus pérdidas pasarían a ser de 2$ en vez de 10$). Así, estos dos jugadores se enzarzarán en una espiral ascendente de pujas con cifras cada vez más altas sin que pueda suponerse ningún final definido. En todo caso, éste sucederá cuando cualquiera de los dos renuncie a continuar la subasta y asuma sus pérdidas alegremente, pero si asumimos jugadores estrictamente racionales, la subasta no terminará nunca (ya que siempre será preferible pagar 10.000$ y recibir los 10$ que tener que pagar 9.999$ y no recibir nada a cambio). Obviamente, asumimos que cada puja incrementa la última cantidad ofertada de forma marginal (o en todo caso, con un margen de 10$ como máximo, algo que por otra parte será lo más lógico, ¿por qué vas a ofertar una cantidad mayor con un margen de 10$ si con ofertar únicamente una con un margen de 1$ ya resultas ganador, por ejemplo?).

No obstante, podría decirse, estos dos jugadores no pueden incrementar sus pujas indefinidamente. Llegará algún momento en que no tengan dinero para respaldarlas. Ésto es cierto, pero ¿qué pasa si los jugadores pueden endeudarse? Las posibilidades de los dos jugadores de continuar su particular batalla se ven ahora incrementadas. Aún así, el proceso no podría prolongarse eternamente. Llegará un momento en que uno de los jugadores se vea en la obligación de renunciar a la subasta ante la incapacidad de soportar sus pérdidas (inclusive teniendo en cuenta los préstamos de un banco, que consecuentemente también soporta una pérdida neta por esos créditos que dudosamente esperará recuperar en el futuro). La situación del ganador no es mucho más agradable: sí, es el ganador de la subasta, pero también a él le tocará soportar pérdidas. Su único consuelo es que las pérdidas serán menores que si no hubiera sido ganador, pero nada más. Se trata de una victoria pírrica en toda regla. De esta forma, vemos como la introducción de una, en apariencia, inocente regla adicional ha trastocado la subasta de una forma difícilmente imaginable. El único ganador en el proceso es el subastador, que ha obtenido de esta forma unas ganancias que, en circunstancias normales, tampoco podría haber esperado nunca.

Al margen del horror que muchos experimentaréis ante una desgracia que ninguno de los dos jugadores vio venir (a fin de cuentas, lo único que hacían era huir hacia adelante intentando escapar de la misma), quizá os preguntaréis, ¿suceden este tipo de casos en la vida real? Desgraciadamente sí. La actualidad de hecho nos ofrece un ejemplo candente del que todavía no podemos prever ningún desenlace: la guerra de divisas (con China y EE.UU. como principales contendientes). En esencia, una forma que tienen los países de crecer es aumentar sus exportaciones netas. Si un país devalúa su moneda, es de esperar que sus mercancías, ahora más baratas, encuentren mayores demandantes en el mercado internacional. Sin embargo, esta actuación entra en conflicto con el resto de países, que en el corto plazo ven reducidas sus exportaciones por efecto de la competencia (y recordemos, el corto plazo es lo único que le importa a los políticos de turno). Así, si el país uno devalúa su moneda esperando incrementar sus exportaciones netas (a costa del resto de países), una elección lógica para el país dos es devaluar también su moneda esperando que el resultado final sean mercancías más baratas que las del país uno (o, como mínimo, igual de baratas, preservando así el statu quo). Llegado este momento, los países implicados se enzarzarán en una espiral ascendente de devaluaciones, donde las alternativas son bien soportar una pérdida neta en la riqueza del país o bien soportarla con el consuelo de que la misma se compensará en el futuro con un incremento esperado de las exportaciones netas. 

El proceso, como puede verse, guarda estrechas relaciones con el ejemplo de la subasta del billete de diez dólares de la entrada, si bien en este caso no hablamos necesariamente de dos jugadores: todos los países implicados experimentan una pérdida de posición relativa con que únicamente uno de ellos realice una devaluación, por tanto, en principio todos tienen incentivos a imitar esa estrategia, dando lugar así al procedimiento de subasta. ¿Qué podemos esperar, más aún teniendo en cuenta que se trata de un problema de actualidad? No sabría decirlo, pero si este tipo de subastas sólo finalizan cuando todos los contendientes menos uno son incapaces de seguir pujando (porque no pueden endeudarse más, o porque no pueden permitirse seguir mermando su riqueza en proporciones superiores) desde luego, el resultado no será en absoluto alentador.

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miércoles, 24 de noviembre de 2010

El equilibrio normativo

Aprovechando que en la entrada anterior hablaba sobre el equilibrio general, al tiempo que justificaba los estudios encaminados a probar su existencia y las consecuencias que la misma suponía para el análisis económico, me ha surgido una duda relacionada precisamente con uno de los aspectos fundamentales de este equilibrio, a saber, el ser eficiente en el sentido de Pareto. No obstante, más que una explicación, quisiera plantear la cuestión de forma abierta, ya que no tengo del todo claro la veracidad del tema en cuestión.

Uno de los requisitos más ampliamente aceptados en torno a las características que ha de cumplir un equilibrio en una economía es que éste sea eficiente en el sentido de Pareto. El equilibrio general que se alcanza en el modelo de Arrow-Debreu cumple esta propiedad. No sólo eso. Los desarrollos posteriores en microeconomía centrados en el análisis del equilibrio general fuera del marco de competencia perfecta también persiguen este misma propiedad. Cabría decir que no podemos hablar de un equilibrio propiamente dicho, o al menos aceptable, si no encaja dentro de los criterios de eficiencia paretiana.

No obstante, ¿qué queremos decir cuando afirmamos que un equilibrio es eficiente en el sentido de Pareto? En concreto, implica que la distribución que se alcanza en dicho equilibrio proporciona a los agentes de la economía una utilidad tal que únicamente podemos incrementar la utilidad de alguno de los agentes a costa de disminuir la de otro. He tratado la cuestión relativa a los criterios de eficiencia en otras entradas (I, II, III), con lo que no voy a extenderme en ello aquí. ¿Dónde está entonces mi duda?

La eficiencia en sentido de Pareto es un criterio normativo, es decir, su cumplimiento es deseable o, en cualquier caso, hemos de tender hacia él. Ahora bien, ¿en qué sentido es deseable? Diría que únicamente podemos formular un argumento que no resulte vacío desde un punto de vista estrictamente político (ésto es, ético), pero ésto hace que cualquier intento de justificación caiga fuera del campo propio de la economía. No negaré que pueden existir razones de corte técnico que hagan más viable la adopción de este criterio de eficiencia respecto a cualquier otro, pero tales razones aluden a su viabilidad, no a su deseabilidad o conveniencia. Como digo, cualquier definición encaminada en esta última dirección resulta ajena a la ciencia económica. Ha de tomarse como dada, en todo caso.

Este hecho me sitúa en una difícil posición, a saber, la posibilidad de tener que admitir que los fundamentos de nuestros modelos se encuentran empapados de ideología. A fin de cuentas, la eficiencia paretiana bien puede interpretarse como una formalización del precepto "haz lo que quieras en tanto no perjudiques a los demás", si bien formulado desde el punto de vista de ese ente redistribuidor (algunos lo llaman subastador walrasiano) que subyace a todos estos modelos. Sin embargo, si la adopción de un criterio u otro depende en última instancia de una elección ética, ¿por qué escoger el criterio paretiano, por qué no otro? O mejor aún, ¿por qué no ninguno? No sabría decir hasta qué punto podríamos operar prescindiendo de cualquier criterio normativo, más allá de relegar la economía a una labor puramente descriptiva. Sin embargo, el que gran parte de los supuestos e implicaciones de nuestros modelos dependan de una elección hasta cierto punto arbitraria (como toda elección de una ética de referencia en última instancia) se me antoja oscura, o viciosa, en lo que respecta a nuestra labor de formalización.

Como digo, se trata de una duda (razonable, diría yo) que no me encuentro plenamente capacitado para intentar responder. Espero, en todo caso, vuestra opinión al respecto.

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martes, 23 de noviembre de 2010

Una justificación intuitiva del equilibrio general

En una ocasión, me encontraba comentando con Citoyen el libro Whither Socialism? de Stiglitz, el cual acababa de leerme por una recomendación (indirecta) suya. El libro bien merecería una entrada (Stiglitz merecería como mínimo un blog, en opinión del propio Stiglitz). De forma muy resumida, una de las tesis del libro sostiene que la hipótesis de mercados completos es imposible. La completitud de mercados indica que existe un mercado para todos los bienes y derechos, y por tanto, el precio de los mismos es de conocimiento público. El concepto tiene especial relevancia en los mercados financieros, para los que, matemáticamente, diríamos que existen tantos activos financieros distintos como estados de naturaleza. La crítica de Stiglitz postula que a pesar de toda la variedad de activos financieros que estuviesen disponibles (i.e. futuros) es imposible disponer de forma efectiva de un activo financiero distinto para cada estado de naturaleza en cada periodo del tiempo de aquí en adelante hasta el infinito. Luego en la práctica los mercados financieros no sólo son incompletos, sino que es estúpido suponer que pueden no serlo. Obviamente, si los mercados financieros son incompletos, entonces el conjunto de todos los mercados (que es el objeto de estudio del equilibrio general) es incompleto.

Puede decirse que a partir de este primer postulado Stiglitz desarrollaría su programa de investigación basado en la asunción de información imperfecta en el análisis de los mercados (que ha resultado bastante prolífico, por otra parte). El estudio del equilibrio general caía así en desgracia: no por animadversión, sino por futilidad. ¿De qué sirve definir, corregir o estudior un concepto tal como el equilibrio general si una de sus hipótesis necesarias está viciada de partida? Más allá de la elegencia o sutilidad de las ecuaciones del modelo, tanto su contenido como su resultado estarán carentes de toda correspondencia empírica (algo que tras este razonamiento pareció mostrarse evidente para los mercados financieros, por ejemplo).

No obstante, Stiglitz no es el único economista que desarrolla, o perfecciona, programas de investigación en economía. A este respecto, le comenté a Citoyen acerca del equilibrio de Radner. Se trata de una extensión del modelo Arrow-Debreu desarrollado por el economista americano Roy Radner en 1972. ¿Cuál es la diferencia? En esencia, se trata de un modelo de equilibrio general que introduce los activos financieros, mediante los cuales los agentes pueden transferir renta entre distintos periodos temporales con distintos estados de naturaleza posibles. Lo interesante es que el equilibrio de Radner resultante es equivalente al equilibrio de Arrow-Debreu (por tanto, entre otras cosas es eficiente en el sentido de Pareto). A primera vista puede parecer que el modelo no pretende más que obtener los mismos resultados de siempre empleando variables más realistas (que no es poco); sin embargo, constituye la base del primer análisis consistente de equilibrios en mercados incompletos. ¿Cómo? ¿Puede alcanzarse un equilibrio general en mercados incompletos? El paradigma neoclásico lleva casi treinta años tratando de resolver esa pregunta, y hasta el momento, los resultados han sido tan fructíferos como esperanzadores.

Eso sí, no son estos avances en el campo de la microeconomía los que motivan la entrada, sino el comentario de Citoyen al respecto de los mismos (cónstese que parafraseo en exceso sus palabras): "Sí, está muy bien, pero ¿de verdad crees que en la práctica sirve para algo analizar equilibrios generales?". En ese momento tenía mis dudas, pero si hoy escribo esta entrada es porque creo poder afirmar que sí. Sí tiene sentido, y además es súmamente importante; no tanto por los resultados concretos que nos arroje el análisis de un equilibrio general particular como por el hecho de que seamos capaces de constatar que realmente existe, o puede existir, un equilibrio general en una economía, independientemente de los agentes, los estados de naturaleza, los periodos temporales o el grado de información, por citar algunas variables. ¿Por qué es tan imporante? Porque el que exista, o pueda existir, un equilibrio general nos indica que una economía, entendida como un sistema, es estable; de hecho, diría que nos indica que es efectivamente un sistema.

Carezco del conocimiento necesario en teoría y dinámica de sistemas como para poder sostener mi afirmación de forma argumentada. De momento tan sólo puedo aducir intuiciones. No obstante, el hecho de que exista un equilibrio general nos dice que, a pesar del caos aparente que podamos observar en la disposición y evolución de las variables de una economía, existe un estado hacia el que tales variables tienden, o del que esas variables se alejan, de una forma u otra. Supone, en pocas palabras, que existe un punto de referencia a partir del cual se articula el sistema (de ahí que diga que es bastante probable que su existencia sea necesaria para poder afirmar que nos encontramos ante un sistema propiamente dicho). De no ser así, nos encontraríamos ante la circunstancia de que seríamos incapaces de explicar la evolución de cualquier variable económica. Por ejemplo, supongamos que aumenta la tasa de inflación. Si nos preguntaran el por qué, podríamos esgrimir varias razones: porque se produce un incremento en el nivel general de precios, porque aumenta la masa monetaria, etc. Sin embargo, el argumento realmente estará vacío. Si decimos que una variable cambia o evoluciona respecto a otras es porque las circunscribimos dentro de un sistema con una estructura definida articulado bajo unas reglas precisas, es decir, podemos afirmar de dónde viene cada variable y hacia dónde se dirige. Tales apreciaciones exigen que exista un punto de referencia a partir del cual se construya el sistema, que no ha de ser necesariamente único, pero sí necesariamente ha de existir. No por menos, aunque no deja de ser irónico, la existencia de este equilibrio general es una suposición central en el modelo de Arrow-Debreu (y por tanto, de todos los modelos de equilibrio general, si bien su demostración es efectiva).

Si tenemos todo ésto presente, queda clara la importancia de demostrar que, a pesar de que los mercados sean incompletos, o la información no sea perfecta, puede darse un equilibrio general. De no ser así, cuando tales fallos de mercado aparecen, habríamos de afirmar no que la economía se aleja del equilibrio sino que, en pocas palabras, se derrumba. Lo que tendríamos delante de nosotros no dejaría de ser un conjunto en el que las variables se mueven de forma caótica sin que pudiésemos establecer ninguna verdadera relación de causalidad. Los modelos formales carecerían de validez, así como cualquier pretensión normativa por parte de la economía: lo único que podríamos hacer, en todo caso, es describir las cosas tal cual suceden, pero nada más.

Para finalizar, y antes de que penséis que puedo exagerar o definir algo totalmente inconcebible, tened presente que la hipótesis del paseo aleatorio afirma que precisamente ésto es lo que sucede con la evolución de los precios de los activos (o en la mayoría de ellos) en los mercados financieros. Sea o no cierto, desde luego, la cuestión, en lo que a la ciencia económica concierne, no carece de importancia.

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"Free to Lose" de John E. Roemer (V): conclusiones

¿Qué puedo decir tras la lectura de Free to Lose, de John E. Roemer? En esta entrada quisiera esbozar algunas conclusiones que he podido extraer tras su lectura, la cual he intentado transmitiros tan claramente como me ha sido posible en una serie de entradas (I, II, III, III bis, IV). A pesar de todo, he de decir que, si bien en términos generales la obra no tiene desperdicio, es probable que desencante tanto a quienes pudiesen esperar de ella una confirmación estricta de las doctrinas marxistas más ortodoxoas como a quienes, en el lado contrario, esperasen encontrar cómo las herramientas analíticas de la economía moderna habían de refutar tales doctrinas. Quisiera destacar, por tanto, dos grandes conclusiones en las que considero se condensa no sólo toda la obra, sino también la gran aportación de Roemer al tema que tratamos. Es seguro que podrían extraerse muchas más, referidas a demostraciones matemáticas, ejemplos concretos o recovecos de la teoría, pero el espacio clama que sea conciso. Espero, al menos, que la serie de entradas que he desarrollado en mayor profundidad permita entrever todo aquello que una mera conclusión sintética no permite.

No creo equivocarme al afirmar que la principal aportación de toda la obra se recoge en el concepto de explotación desarrollado por Roemer. Su gran logro consiste en prescindir no sólo del lastre que suponía la aceptación de la teoría del valor-trabajo, sino del convencimiento marxista de la necesidad de toda una lógica propia (llámemosla dialéctica) para ser capaces de comprender sus implicaciones. La explotación se define ahora como la pérdida de utilidad experimentada por un agente económico, dada una distribución concreta, respecto a la que poseería si dicha distribución fuese igualitaria. Esta definición posee aplicación general, permite adaptarla a circunstancias concretas y, curiosamente, prescinde de la necesidad de cualquier aceptación previa de los postulados, económicos o éticos, de la doctrina marxista. Roemer llegará incluso a afirmar que, aun aceptando el marxismo, existe un nivel de explotación que puede considerarse socialmente necesario, o incluso que en un sistema económico socialista seguirá existiendo explotación, por muy diferente que sea cualitativa o cuantitativamente respecto a la capitalista. 

He de decir que en un primer momento me mostraba bastante escéptico ante la valía de este concepto, ya que a fin de cuentas, requiere de una comparación entre dos situaciones, una efectiva y otra hipotética, y que por muy rigurosa que fuese queda en última instancia al arbitrio de quien la efectúe. No obstante, esta objeción pierde validez cuando se considera que la economía ortodoxa no hace nada distinto. Cuando afirmamos que un mercado genera rentas para los agentes económicos, en realidad estamos afirmando que parte de sus beneficios no surgirían en una situación de competencia perfecta, que obviamente nosotros establecemos, y por tanto remitimos su origen a alguna variable explicativa, como el poder de monopolio. O cuando afirmamos que un monopolio reduce el excedente social de bienestar, ya que en realidad no hacemos más que comparar el excedente efectivo con el que esperaríamos encontrar en una situación de competencia perfecta. Cuestión aparte son los juicios normativos que pudiésemos emitir dados todos estos ejemplos, pero como suelo decir, en ese caso nos encontramos ante una decisión política, no económica. Qué decir sobre la explotación, en caso de afirmar su existencia, cae exáctamente bajo la misma consideración.

La segunda gran aportación de Roemer es sin duda su definición de clase social, que el autor remite a la posición de los agentes económicos respecto de sus relaciones contractuales de trabajo. Así, los agentes que venden toda su fuerza laboral formarían una clase social (el proletariado, en terminología clásica marxista), mientras que quienes no trabajn en absoluto y dedican sus recursos a la contratación de terceros constituirían otra distina (los capitalistas, en la misma línea). Entre ambas se abre un abanico de posibilidades definidas en torno a la relación laboral que mantienen unos agentes con otros. Otra aportación es demostrar que esta misma relación de explotación recíproca que da lugar a las clases sociales y que se realiza a través de los mercados de trabajo es idénticamente aplicable para el caso de los mercados financieros, y en última instancia, para los países entre sí a través de la inmigración o los mercados de capitales internacionales. La conclusión de todas estas implicaciones es que la causa de la explotación se encuentra en la desigualdad en la distribución de los recursos, y no en la existencia de los mercados. Esta afirmación resulta de especial importancia, ya que indica que en tanto los factores de producción no se repartan de forma equitativa la aparición de distintas clases sociales será un resultado necesario que se propagará a través de los mercados, sin necesidad de que exista ninguna coacción u opresión explícita.

Dije que la obra provocaría desencantos para quienes buscasen una confirmación de las teorías de siempre a través de nuevas herramientas. Estas dos grandes conclusiones dicen mucho de ello. Así, asistimos a un análisis que, encuadrado en los objetivos sociales marxistas, recomienda centrarse en los derechos de propiedad más que los mercados, en su funcionamiento más que en su estructura, en la igualdad material más que en la explotación. Con todo, las formulaciones son rigurosas, y el empleo que de la matemática hace el autor es limpio, elegante y eficaz. No podrá, por tanto, achacarse demérito a su método, con el cual extrae todas las conclusiones vistas. Esta es quizá la principal razón de desencanto entre los marxistas clásicos que esperaban de esta obra una confirmación estricta de sus convicciones: si se está de acuerdo con los planteamientos, entonces no podrá objetarse a priori las conclusiones; o en todo caso, será necesario refutarlas, aunque ello implique prescindir de la ideología para encomendarse a las herramientas y restricciones de la ciencia.

No obstante, se me podría decir, el hecho de que algunas conclusiones de corte práctico en torno al marxismo se muestren como inútiles, cuando no contraproducentes con sus objetivos, no elimina la validez de la teoría como paradigma alternativo en la praxis política. Este matiz es acertado. Sin embargo, la presunta originalidad del marxismo actual se muestra menos clara cuando, prescindiendo de lógicas alternativas, se toman las herramientas analíticas ortodoxas, tal y como hace Roemer. Su obra supone un ejemplo contundente de una actitud que la economista poskeynesiana Joan Robinson ya criticó respecto al uso que los marxistas hacían de la economía. En sus propias palabras: "Lo que quiero decir es que yo llevo a Marx en la médula de los huesos y usted [un político marxista] lo tiene en la boca. Tomemos, por ejemplo, la idea de que el capital constante es una materialización del trabajo aplicado en el pasado. Usted piensa que esta noción debe demostrarse con mucha palabrería hegeliana. En tanto que yo digo (aunque no empleo una terminología tan pomposa): Claro, ¿qué otra cosa podría ser?". Efectivamente, si algo pudo constatar la labor del marxismo analítico, es la enorme presencia que ideas tradicionalmente consideradas como "exclusivamente marxistas" tenían en muchos campos del conocimiento, ya fuese por influencia directa ya fuese por desarrollo paralelo (lo cual confirma, en todo caso, la clarividencia de Marx en tales cuestiones). Considerar al marxismo como una alternativa totalmente original e independiente de cualquier otra existente sólo puede llevar a confusión. Las grandes diferencias, repito nuevamente, se basan en la aceptación de una ética distinta, no de unos planteamientos o de unas conclusiones diferentes.

Del mismo modo, dije que quienes buscasen una refutación del marxismo por el sólo empleo de la matemática. Queda patente que no es así. Desde luego, puede opinarse lo que se quiera sobre la obra de Karl Marx, pero en ningún momento podrá achacarse a su autor altura intelectual o clarividencia respecto a su tiempo. Gran parte de sus apreciaciones se consideraron certeras entonces, igual que muchos las consideran ahora. El que se efectúe una formalización matemática o no, no obstante, no altera lo que podamos decir acerca de sus conclusiones (en todo caso, nos permiten hablar con la seguridad que proporcionan la coherencia lógica y la definición rigurosa de las premisas, pero nada más). Los fundamentos del marxismo como paradigma dentro de las ciencias sociales, repitámoslo tantas veces como sea necesario, son esencialmente políticos, es decir, éticos. Su aceptación o su rechazo, su apología o su erradicación, pasan por tanto por la asunción previa de una ética que en última instancia condena, en sus propios términos, la "explotación del hombre por el hombre". El economista puede aportar herramientas, codificar ejemplos e interpretar soluciones, pero no le corresponde a él enunciar los fines últimos de la sociedad.

O si preferís, simplemente: leedlo, merece la pena.

Enlaces recomendados

Sobre el marxismo analítico y algunos mitos del socialismo, por Stanislao Maldonado en Asesinato en el margen 

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miércoles, 17 de noviembre de 2010

Estar desempleado no te hace más infeliz... o casi

En la actualidad, tanto economistas como políticos parecen haber empezado a valorar el empleo del concepto de bienestar subjetivo en sus análisis. Contraponemos bienestar subjetivo al tradicionalmente considerado objetivo, es decir, aquél que se calcula a partir de determinadas variables tangibles de los agentes, como las propiedades, la renta o el gasto en servicios de ocio. La diferencia principal radica en que, en vez de ver qué tienen los agentes, el objetivo es saber qué piensan o cómo valoran lo que tienen. Sirva de ejemplo de este avance el caso del Reino Unido, que recientemente ha anunciado un plan para elaborar un índice con el que estimar el "bienestar general de la nación". Ciertamente, las cuestiones relacionadas con el plano subjetivo han de cojerse siempre con pinzas (dado el enorme sesgo previsible y la más que probable escasa fidelidad de los datos declarados por los agentes); no obstante, su empleo en conjunción con datos objetivos, más tradicionales por así decirse, puede ofrecer algunas aportaciones interesantes en el análisis, sobre todo al valorar las diferencias entre ambos métodos.

En cualquier caso, el título de esta entrada parece cuanto menos paradójico, ya que habrá pocas cuestiones en las que la gente coincida en mayor medida que en afirmar que el desempleo es perjudicial (¡ni yo como cuasieconomista me atrevería a negarlo!). De hecho, ante la pregunta: "¿Considerando todo, cómo de satisfecho está con su vida, en conjunto, en estos momentos?", no debería sorprender que los trabajadores desempleados declaren una menor satisfacción con su vida. No obstante, aunque esta respuesta se muestre contundente, en realidad nos da bastante poca información sobre qué hace que una persona desempleada esté más insatisfecha (o en caso contrario, que una persona empleada sea más satisfecha). Aunque como decía antes sea difícil entrar en consideraciones frente a lo subjetivo, no parece nada despreciable el que una parte importante de la población (en España varios millones, de hecho) se declare insatisfecha con su vida. Las consecuencias son bastante poco predecibles, pero desde luego no se muestran alentadoras, y menos ante la visible persistencia del desempleo durante los próximos años.

En un reciente estudio, titulado Dissatisfied with Life but Having a Good Day: Time-use and Wellbeing of the Unemployed, Andreas Knabe, Ronnie Schöb, Steffen Rätzel y Joachim Weimann intentan descomponer qué factores son los que configuran la "satisfacción", subjetiva, que el individuo posteriormente declara en las escuestas. Concretamente, su estudio se centra en los efectos que el desempleo general sobre esta satisfacción, en comparación con la de las personas empleadas. Sin abrumaros con cuestiones metodológicas, el trabajo analiza las diferencias entre empleados y desempleados en Alemania respecto a sus respuestas sobre la satisfacción diaria, sobre sus estados de ánimo, la composición de las actividades que realizan a lo largo de un día y la diferencia en la duración de dichas actividades. Los resultados que obtienen, a través de una regresión econométrica, se muestran en la siguiente tabla:


Puede apreciarse que, como era previsible, las personas desempleadas declaran, en general, unos menores niveles de satisfacción respecto a su vida que las empleadas. Los resultados muestran además que tanto empleados como desempleados clasifican el trabajo dentro de las actividades menos placenteras. Además, los datos sugieren que los empleados experimentan más sentimientos positivos que los desempleados para la realización de una misma actividad (algo que, curiosamente, no se sostiene en el caso del cuidado de los hijos).

Estas observaciones permiten descomponer el efecto del desempleo sobre el bienestar subjetivo en dos partes: el efecto depresivo (saddening effect) del desempleo (los desempleados declaran más sentimientos negativos y menos positivos que los empleados) y el efecto de disponibilidad del tiempo (time-composition effect) los desempleados y empleados difieren en cómo organizan su tiempo). Convertirse en desempleado implica que puede dedicarse más tiempo a tareas más placenteras que antes (y recordemos, el trabajo no era considerado precisamente una de ellas). Este efecto de disponibilidad del tiempo actúa como compensación del efecto depresivo, con lo que en principio no está del todo claro cuál de los dos grupos se siente mejor a lo largo de todo un día. De hecho, el resultado de la regresión indica que la utilidad media experimentada por los desempleados apenas difiere entre los empleados y desempleados (si bien la diferencia no es estadísticamente significativa). Aparentemente, los desempleados son capaces de compensar la pérdida de utilidad generada por un peor estado de ánimo, derivado de la pérdida del trabajo, al dedicarse a tareas que en términos subjetivos consideran más placenteras.

A la luz de las conclusiones, la literatura económica sobre el tema parece mostrarse contradictoria. Por un lado, existe una fuerte evidencia empírica que muestra que las personas desempleados son estrictamente más infelices que las empleadas.  Por otro, la más tradicional teoría neoclásica del desempleo, que asume que si bien en caso de desempleo involuntario los agentes experimentan una pérdida de utilidad (al dejar de percibir renta con la que financiar su consumo), este efecto negativo se ve en parte compensado por el aumento en el consumo de ocio. La introducción de análisis sobre el bienestar subjetivo, en ese sentido, puede aportar nuevos avances que permitan acercar ambas posturas, y en la misma línea, aportar nuevas pistas en el diseño de políticas activas de empleo que pretendan ser realmente eficaces (y eso, entre otras cosas, empieza por incluir qué piensan los agentes sobre su situación y las políticas que pretenden cambiarla, todo sea dicho).

Enlaces recomendados 

Unemployment and happiness: A new take on an old problem, por Andreas Knabe, Ronnie Schöb  y Joachim Weimann en Vox.eu

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miércoles, 10 de noviembre de 2010

Las causas económicas de la envidia

¿Somos envidiosos por naturaleza? Antes de poder responder esta pregunta, deberíamos plantearnos qué entendemos por envidia. Los economistas (o cuasieconomistas) solemos emplear el concepto de aversión a la desigualdad, que viene a decir que, en general, una persona se siente mal cuando las condiciones de quienes les rodean, en sentido económico, son distintas a las suyas. En términos técnicos, diríamos que los agentes computan en su función de utilidad las condiciones económicas (i.e., las dotaciones iniciales) del resto de agentes de la economía y experimentan una disminución en su utilidad en tanto esas condiciones sean distintas a la suya propia. Obviamente no tenemos por qué suponer simetría en esa valoración: por lo general, una persona se sentirá peor (o incómoda, o molesta, o frustrada, como queráis) cuando sus vecinos son más ricos que él. No obstante, no son pocas las personas que se compadecen y se sienten mal ante la pobreza de sus congéneres. Este hecho también deberíamos interpretarlo bajo la misma óptica de aversión a la desigualdad. No sería correcto hablar de envidia, como tradicionalmente se interpreta, en este último caso (la envidia, como tal, aparecería únicamente frente a individuos que tengan una condición mejor a la propia).

El estudio del comportamiento de los individuos cuando consideramos su aversión a la desigualdad deja tras de sí resultados bastante interesantes, como el hecho de que los individuos están dispuestos a gastar una parte considerable de sus recursos en reducir esa desigualdad frente a sus semejantes, o al menos a aparentarlo (en general el gasto que entendemos dedicado a ostentación formaría parte de esta categoría). Del mismo modo podemos entender por qué los individuos juegan a la lotería: la posibilidad de que alguno de tus vecinos, amigos o compañeros de trabajo de ser ganadores, por pequeña que sea, supone en cierto modo una amenaza a vuestro statu quo relativo (algo que se entiende mejor respecto a los boletos de lotería que se compran en grupo o entre compañeros).

Como nunca está de más hacer publicidad, sobre todo cuando se trata de mi alma mater, os dejo a continuación una pequeña presentación realizada por Antonio Cabrales de recientes estudios relacionados con las causas y consecuencias económicas de la envidia que se han llevado a cabo en la Universidad Carlos III de Madrid. Sin más, os dejo el vídeo, que podéis ver aquí.

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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los efectos de la inmigración, ¿son siempre perjudiciales?

Generalmente se asume que la inmigración es un fenómeno perjudicial para el empleo. Siempre, claro está, desde el punto de vista de los trabajadores locales. Quizá únicamente si una economía crece, se diría, puede asumirse que la inmigración no afecte a los trabajadores locales, pero eso es sólo aparente: a fin de cuentas, el aumento de la mano de obra presiona los salarios a la baja, lo cual sí que repercute sobre los trabajadores locales. Podríamos resumir la sabiduría popular sobre la inmigración en la cacareada frase "los inmigrantes nos roban nuestros puestos de trabajo". Los más condesciendentes, en todo caso, añadirán que "no es justo, ellos están dispuestos a aceptar salarios más bajos, pero ellos no tienen que afrontar los gastos que tenemos nosotros". Nótese el sentimiento tribal que aflora en todas estas circunstancias.

A pesar de todo, estas valoraciones son bastante intuitivas. De hecho, a primera vista un análisis del mercado de trabajo desde una perspectiva más bien clásica respaldaría estas valoraciones. Si la oferta de trabajo aumenta más que la demanda, o ésta última no aumenta en absoluto, el resultado en el nuevo equilibrio será un salario de mercado más bajo. O en caso de rigidez salarial (luego entendemos desempleo) podemos prever que las nuevas contrataciones sean únicamente de inmigrantes al estar dispuestos a aceptar salarios más bajos, pudiendo incluso llegar a desplazar a los antiguos trabajadores locales, que únicamente están dispuestos a aceptar mayores salarios (iguales a los de los trabajadores locales de otros sectores, todo sea dicho). Como decía, a primera vista esta explicación puede parecernos acertada. ¿De verdad es así?

En realidad, no. De hecho, la literatura económica sobre el tema contiene numerosos estudios que demuestran que la inmigración no perjudica ni los salarios ni tampoco las oportunidades de empleo de los trabajadores locales. ¿Cómo puede suceder ésto? Porque en realidad ambos tipos de trabajadores no compiten entre sí, o lo hacen en una escasa proporción. En un trabajo reciente, Francesco D'Amuri y Giovanni Peri analizan 14 economías europeas durante el periodo 1996-2007. Su conclusión es que los inmigrantes generalmente ofrecen un trabajo poco cualificado, lo cual permite a los trabajadores locales optar por trabajos de mayor cualificación, incrementando a su vez la demanda agregada. El efecto neto para la economía es positivo, o al menos puede serlo, para sorpresa de algunos. El siguiente gráfico, obra de los autores mencionados, muestra para las economías analizadas la relación entre empleos cualificados y no cualificados (o los requerimientos de trabajo para cada uno) para cada tipo de trabajadores inmigrantes y locales en los años contemplados:


Puede apreciarse que, en líneas generales, los trabajadores locales han ido ocupando una proporción creciente de empleos que requieren cualificación, al contrario que los inmigrantes, que muestran una tendencia inversa. Los datos presentados en el gráfico son relativos, ya que obviamente también hay trabajadores locales que desempeñan puestos poco cualificados, pero la proporción de éstos es mucho menor, es más, decreciente durante todo el periodo. Cónstese que ésto no quiere decir que los trabajadores inmigrantes sean poco cualificados, sino que ofertan, o compiten, o son demandados, en trabajos que requieren poca cualificación (probablemente, y entre otras cosas, porque estén dispuestos a aceptar salarios más bajos en relación a sus homólogos locales).

No obstante, se me antoja pensar si éstos resultados son representativos de la economía española en particular. Si la proporción de trabajadores con escasa cualificación (y por tanto, probablemente incapaces de optar por trabajos que requieran mayor cualificación) es elevada, ¿se producirá el efecto de desplazamiento de los inmigrantes, o se entablará una verdadera competición entre éstos y los trabajadores locales? ¿Habrá entonces efecto expulsión o una bajada del salario de equilibrio, como podría predecir la teoría en el caso de trabajadores homogéneos? No sabría decirlo, menos aún si esta última situación es la que efectivamente puede darse en España. O quizá simplemente estoy subestimando el mercado laboral de mi país. Quién sabe.

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Qué entiendo por "estímulo económico"

Siempre que una economía entra en recesión, muchos economistas, y los políticos que se molestan en escucharles, salen lanzados a la palestra pidiendo que se tomen medidas de estímulo para resolver la situación. Desde los tiempos de John Maynard Keynes, de hecho, esta solución hoy canónica se ha tomado, si no como ejemplo genérico siempre a seguir, al menos como una posibilidad legítima y plausible. Es la solución definitiva, dicen algunos. Si no se obtiene ningún resultado tangible, es que el estímulo ha sido demasiado pequeño, dicen otros. Este tipo de discusiones se repiten día a día en tanto una recesión continúa. Ahora bien, ¿qué es un estímulo económico? En esta entrada trataré de dar mi visión sobre el tema, explicando qué es lo que yo entiendo por estímulo económico, para qué sirve y qué resultados tiene o, más bien, qué resultados puede tener.

Trasladémonos a la ciudad de Nueva Orleans después de que el huracán Katrina causase estragos. Como bien sabéis, la ciudad quedó completamente arrasada, cientos de familias tuvieron que ser evacuadas, etc. Ahora pensemos en qué puede hacerse después de la catástrofe. Si yo soy un vecino de Nueva Orleans, y mi casa ha sido destruida, lo más probable es que desease reconstruir mi casa, intentando que las cosas vuelvan a ser en la medida de lo posible como antes. Sin embargo, me encuentro ante una difícil situación. ¿Qué van a hacer mis vecinos? Me gustaría reconstruir mi casa, pero si nadie más lo hace, ¿para qué quiero vivir en un páramo desolado? Es lógico pensar que todos mis vecinos se harán la misma pregunta. Así pues, simplificando, nos encontramos ante dos posibles resultados: O bien todos reconstruimos nuestras casas, o bien nadie lo hace. Ambos resultados son dos posibles equilibrios, en tanto que una vez suceden son estables. Si comparamos la economía de Nueva Orleans para ambos posibles equilibrios, obviamente nos encontraremos con diferencias. El equilibrio en que nadie reconstruye su casa es en consecuencia subóptimo, pero eso no niega su carácter de equilibrio. Ahora bien, si todos reconstruyésemos nuestras casas, llegaríamos a una situación global superior. ¿Qué sucederá? De primeras no podemos afirmar nada, ambas situaciones pueden darse. Baste recordar que, en términos de la teoría de juegos, podemos encontrar múltiples equilibrios de Nash, por poner un caso.

Este ejemplo me permite ilustrar qué entiendo por estímulo económico. En este caso, un estímulo es aquella acción que permite pasar de un equilibrio subóptimo a uno superior, por ejemplo, mediante una transferencia de renta a las familias afectadas, o un anuncio de soporte político a la empresa, o en definitiva cualquier medida que nos permita trasladarnos de un equilibrio a otro. Se trata de un estímulo precisamente por eso: dadas distintas alternativas a las que la sociedad tenderá, según las circunstancias, el estímulo incita a que se alcance una situación deseablemente superior. Esta definición es de andar por casa, pero en líneas generales espero que se entienda el plantamiento.

Ahora me diréis que ésto es maravilloso. ¿Por qué no hacerlo siempre, si es tan fácil? En el ejemplo anterior el estímulo se ha considerado como algo exógeno, es decir, ajeno a la sociedad. Podemos pensar que el estímulo, si consiste en una trasnferencia o inyección de renta, como sucede en la realidad, proviene de una nueva veta de oro que antes no había sido descubierta, o bien que todo el gasto es sufragado por algún país extranjero, o simplemente, olvidarnos del resto del mundo y pensar únicamente en lo que sucede en nuestra economía (por el resto del mundo entiendo a su vez a las generaciones futuras, o las posibilidades no contempladas, es decir, todo lo demás). Sin embargo, en el aburrido mundo real, el estímulo llevado a cabo mediante gasto público no sale de nada, sino que es sufragado en última instancia por los impuestos que la misma sociedad en la que se efectúa el estímulo sufraga. Necesitamos por tanto una perspectiva endógena, y es lo que trataré de incluir en el siguiente ejemplo.

Supongamos una economía formada únicamente por una sóla fábrica y unos cuantos consumidores, además de un gobierno, que es quien puede recaudar impuestos entre la población. La fábrica consume determinados recursos (inputs) y produce bienes (outputs) que son consumidos por la población. La economía, en esta situación, se encuentra en un equilibrio, llamémosle ω. No obstante, al gobierno la situación le parece bastante precaria; le gustaría que la economía creciese. Como sólo hay una empresa, la fábrica, el gobierno decide subvencionarla a través de los impuestos que recauda de los ciudadanos. Esta subvención debe ser retribuida por la fábrica en un futuro (es un préstamo, más que una subvención, el gobierno ejerce este papel al no existir un sistema financiero). ¿Qué puede pasar? Contemplemos dos alternativas:

(a) La empresa utiliza el "préstamo" del gobierno íntegramente en programas de investigación y desarrollo. El resultado hace que la empresa reduzca sus costes marginales de producción, con lo cual puede producir más o bien vender la misma cantidad de producto a un precio más barato. Se produce una ganancia neta para la economía, un crecimiento, a pesar de que la empresa tenga que devolver el "préstamo", algo que entendemos podrá hacer debido a los mayores beneficios que obtiene en cualquier caso. No importa que las ganancias se queden como beneficios para la empresa, o se suban salarios, o lo que se quiera. La economía ha pasado así de un equilibrio ω a otro Ω, superior. En este caso, bien podemos decir que el préstamo concedido por el gobierno ha supuesto un estímulo. Si el préstamo no fuese reintegrable, el efecto sería el mismo, pero tendríamos que comparar las ganancias obtenidas con el coste de la subvención para ver cuál es el efecto neto sobre la economía (el endeudamiento, público o privado, es siempre un factor a tener en cuenta).

(b) La empresa utiliza el "préstamo" como contrapartida en balance y lo utiliza para vender sus productos a un precio menor. En este caso el efecto es sólo aparente y en todo caso transitorio. Una vez los fondos prestados desaparezcan, el efecto sobre la economía también desaparecerá, volviendo a la situación inicial. A pesar de todo, no es tan sencillo, entre otras cosas depende de la elasticidad de la demanda (o cómo varían las compras de los individuos respecto a los precios). Si la demanda es muy elástica, es posible que la empresa obtenga mayores ganancias, que si se reinvierten pueden llevarnos a la situación (a), o bien pueden simplemente acumularse, sin más fin que ese, o para destinarse a la devolución del préstamo. La cuestión es que si ese préstamo inicial o las ganancias obtenidas a través de cualquier medida no se reinvierten de alguna forma que genere un crecimiento neto para la economía, como por ejemplo a través de una mejora tecnológica o de una mayor productividad por efectos learning-by-doing o cualquier otro método, entonces el resultado del estímulo será, en el mejor de los casos, nulo; en el peor, negativo, aunque sólo fuese considerando costes de oportunidad.

De este ejemplo quisiera extraer unas consideraciones que, por lo general, pueden entreverse en las conclusiones que hagamos sobre los efectos de cualquier estímulo:

1) Un estímulo no siempre tiene un efecto positivo, o al menos, no necesariamente. Depende de cómo se organice y cómo se efectúe. Si el gobierno en el caso anterior hubiese destinado la subvención a pagar a la gente para enterrar botellas en la arena, como decía Keynes, no obtendremos ningún efecto neto positivo sobre la economía (como sería una mejora en productividad). Siendo muy rebuscados podríamos decir que al menos tener a la gente trabajando, de forma que no pierdan la costumbre, es una medida positiva, pero habría que ver hasta qué punto. De hecho, los efectos pueden ser negativos (y más en relación con otros factores, como el endeudamiento, y sus consecuencias). Si el gobierno estimula a una empresa, de forma que esta requiera más recursos, y éstos podrían haber sido aprovechados por otra empresa de una forma productiva, diremos que el estímulo está generando un efecto crowding-out (que puede ser perjudicial, o no, depende de lo que habría pasado de no haberse producido). La comparación con otras posibles situaciones siempre es importante. Un análisis sobre lo que realmente ha sucedido, en vez de sobre lo que podría haber sucedido y realmente lo ha hecho, está siempre cojo y es de poca utilidad.

2) Un estímulo, en su acepción más general, puede no ser generado únicamente por el gobierno, sino por cualquier agente de la economía, al menos si entendemos estímulo como todo paso de una situación o equilibrio subóptimo a otro superior (siempre en relación a la situación inicial). Si en una recesión todas las empresas destinasen una fracción de sus fondos a investigación y desarrollo (lo cual tiene un coste de oportunidad) es posible que los avances generen un incremento neto en la economía (es decir, mayores que el coste de emprenderlo más el coste de oportunidad). Pueden no ser suficientes o simplemente ser un fracaso, y de hecho además estaríamos peor que antes, el efecto neto total sería negativo. Eso es algo siempre a tener presente, nunca está de más recordarlo. Podréis decirme que en mi ejemplo el gobierno hace una función que en la vida real corresponde al sistema financiero (y por tanto, deduciréis apresuradamente que no haría falta que el gobierno lo hiciese, que para eso están los bancos). Sí, es cierto, pero puede haber circunstancias en la que los bancos no ejerzan su función como debiesen (algo común en las recesiones y aún así en circunstancias normales, véase qué significa el racionamiento de crédito, sin ir más lejos).

3) Desde Keynes, hay quien saca a colación la efectividad indiscutible de los programas de estímulo por causa de lo que conocemos por multiplicador del gasto público, que viene a decir que si yo gasto una cantidad, digamos 100 €, a determinadas personas para que entierren botellas, este gasto les supondrá a ellos un ingreso, que gastarán en bienes de consumo, que a su vez supondrá un ingreso para la fábrica, que gastará en comprar outputs, etc. Obviamente ésto no puede extenderse hasta el infinito, al ser el gasto inicial una cantidad finita. En concreto, el efecto multiplicador será 100*1/(1-c), siendo 0 < c < 1 la propensión marginal al consumo, o en otras palabras, la parte de la renta que en promedio la gente dedica a gastar y no a ahorrar. No obstante, éste efecto siempre me ha parecido carente de utilidad, por una razón: no aporta nada nuevo. El gasto tiene un efecto multiplicador, dicen. Sí, pero es que todo gasto, sea público o privado, lo tiene. Si yo voy a comprar una barra de pan, que me cuesta 40 céntimos, mi gasto de 40 céntimos supone un ingreso para el panadero, que a su vez gastará digamos la mitad en comprar harina, y así en adelante. Eso sí, eso no quiere decir que mi gasto, en términos monetarios, genere nuevo dinero de la nada. El multiplicador únicamente me indica que ese dinero concreto que yo he dado cambia de manos, simple y llanamente; y que cuando la propensión que la gente tiene a consumir, o la parte de su renta que gasta en consumo, es mayor, cambiará más rápido o muchas más veces de mano, o que si invierto una cantidad mayor más fracciones de éste podrán cambiar de manos para esa precisa cantidad. El dinero, por cambiar de manos, no aumenta de valor. Ahora bien, el que se dé efectivamente un cambio de manos puede tener efectos, como el que alguna de esas manos lo invierta, por ejemplo, con lo que nos situemos en alguno de los dos ejemplos mencionados más arribas. Esto no es ninguna tontería: en ocasiones, como es el caso de las recesiones, el dinero apenas cambia de manos, y eso tiene consecuencias bastante serias. Lo importante es que los efectos únicamente pueden apreciarse dependiendo de qué haga en concreto la gente con ese dinero, no simplemente el dárselo. Los resultados pueden ser diversos, tienen que compararse, por no decir qué podría haber pasado teniendo presente otras alternativas, muchas veces quizá no contempladas.

A pesar de todo, no quisiera provocar que interpretaséis que visto lo visto, un estímulo no sirve absolutamente para nada. Eso es falso. Claro que los estímulos tienen efectos sobre la economía, en muchas ocasiones positivos, por no decir que en otras son estrictamente necesarios. Hay un montón de literatura económica, con un grado de seriedad obviamente mayor que el mío, que recoge qué efectividad podemos otorgar a estos estímulos emprendidos desde los gobiernos. No obstante, al margen de las estadísticas, últimamente los economistas se plantean si acaso hemos podido haber exagerado los efectos que estos estímulos han podido tener analizando el multiplicador. Comentaba Robert Barro: "La evidencia empírica no avala la idea de que los multiplicadores excedan típicamente de uno, por lo que programas de estímulo a través del gasto tenderán a aumentar el PIB por menos del aumento del gasto público". La discusión, en cualquier caso, sigue en el aire.

En definitiva, los estímulos a través del gasto público tienen consecuencias, en ocasiones imprescindibles, especialmente en momentos de crisis. Sin embargo, un estímulo per se no garantiza nada, igual que si los analizamos a través de la óptima del multiplicador, el que el dinero cambie de manos tampoco garantiza nada. Qué hacen los agentes de una economía con ese dinero, y qué resultados traen sus acciones, eso es verdaderamente lo importante, y eso es lo que siempre ha de analizarse desde una óptica comparativa con otras posibles alternativas, se tomen o no. Y por supuesto, cómo se organice un estímulo también puede tener consecuencias, pues influye en qué termine la gente haciendo, o a quién se destine, o cómo pueda ser en última instancia aprovechado. Decía Paul Krugman hace escasos días: "Macroeconomics is hard". Qué razon tienes Paul, qué razón tienes.

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